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lunes, julio 03, 2006

La Maldonado - Cuento

LA MALDONADO
2112 palabras
Corría el otoño de 1888 cuando Augusta recibe una oferta de matrimonio por parte de Don Carlos Maldonado. Se trataba de una interesante propuesta, y era muy halagador que tan apreciado caballero posara sus ojos en ella. Además se trataba de un buen partido, como se dice comúnmente.
La boda se llevó a cabo en la primavera del 89 y ella, vestida de blanco, se veía aún más hermosa que de costumbre. Su altura poco común, la renegrida y abundante cabellera y los ojos oscuros le daban el toque señorial y característico de la mujer española.
Dada la posición económica de su esposo y su peso político, comenzó a frecuentar las reuniones de la alta sociedad madrileña, donde los hombres trataban asuntos de toda índole, especialmente lo concerniente a negocios, además de los políticos de la corona española. La mezcla de ambos aspectos interesaba sobremanera a Don Carlos, enterado de que un General se hallaba abriendo paso en lejanas tierras de América.
Los comentarios que llegaban desde aquellos remotos confines mostraban claramente el negocio. Lo interesante del asunto radicaba en estar allí en primer lugar, pues el reparto de las extensísimas tierras daría preferencia a los pioneros. La tierra “liberada de los salvajes”, como solía decirse, era prometedora para el progreso.
El viaje en barco duró más de 50 días, durante los cuales Augusta extrañó a su familia y sus amistades. Sola en un camarote acondicionado especialmente para el matrimonio, pasaba las tardes llorando su pena y la perseguía un negro presentimiento acerca de su futuro. Don Carlos trataba de desvanecer el dolor y la tortura a que se hallaba sometida su esposa, pero era en vano. Él le hablaba de sus negocios, de la casa maravillosa en que vivirían y de los sirvientes que atenderían su estancia. Nada consolaba a Augusta. Ni aún la promesa de tener niños.
Como todo pasa en esta vida, también el viaje en barco finalizó. Pero comenzó el peregrinar por tierra hacia las promesas. Fueron muchos kilómetros, muchos días, demasiados dolores en todas partes debido a las incomodidades propias de un largo viaje en carreta. Aparte del cuerpo a Augusta comenzaba a dolerle el alma, ese oscuro presentimiento no la abandonaba y no le hallaba explicación. Callaba, no deseaba molestar a su esposo y a todo ella sonreía, tapando su inquietud.
Una lluviosa mañana de Abril de 1890 arribaron a destino. Se trataba del llamado Fuerte de la Nueva Esperanza, una construcción realizada por los soldados del General, como punto de avanzada en la cruzada emprendida para “liberar las tierras”. Allí encontró otras damas, varios niños y caballeros que a pesar de vestir como civiles portaban pistolas y fusiles con bayonetas.
Grande fue su asombro a ver que las damas del fuerte también conocían detalles de la lucha armada y pronto aprendió a manejar las armas de fuego; si bien se resistió al principio, quedó muy atemorizada cuando tuvo que soportar el primer ataque indígena desde que llegara. En él murieron tres soldados y Don Francisco De La Vega, padre de tres niños, a cuya viuda trató de consolar Doña Augusta. También murieron ocho indígenas, lo que hizo que el resto se replegara, esperando una mejor oportunidad.
Parte de los soldados eran los llamados “Gauchos”, es decir gente del lugar, convocados por las autoridades para prestar servicio. Siendo el fuerte un lugar tan pequeño los gauchos conocieron a Doña Augusta Fuentes de Maldonado y no tardaron en apodarla “La Maldonado”.
Al poco tiempo de estar en el fuerte, Don Carlos parte en expedición con un grupo de solados y caballeros a reconocer tierras, a fijar puntos de referencia y en base a ello documentar los arreglos. Finalmente, con todo debidamente documentado podrían ocupar el territorio acordado; claro está, luego de que la milicia “liberara” la tierra de tan salvajes ocupantes.
Nadie podía prever el ataque, las noticias decían que los indígenas se hallaban alejados de la zona y el fuerte quedó con una custodia mínima, además de hallarse llena de mujeres y niños. Precisamente las personas que los indígenas no mataban sino que secuestraban y sometían estando en cautiverio.
La guardia armada fue aniquilada, asesinadas tres mujeres y malherida una que, por sus edades no servirían a los indígenas para el trabajo y mucho menos para la reproducción, pero que defendieron, al igual que las otras, el fuerte a punta de fusil y bayoneta. Seis indios murieron en el enfrentamiento.
Doña Augusta hizo un balance de la situación, comprendió que sería inútil seguir resistiendo, escondió un cuchillo entre sus ropas y se sometió al secuestro con la esperanza de poder escaparse de las manos de los salvajes. Debido a su porte y la abundante cabellera que le adornaba, el jefe indio le prestó especial atención y luego de revisarla la hizo montar en su caballo. Ella, para evitar malos tratos y ganarse la confianza de su secuestrador, colaboró.
Doña Fernanda, moribunda a raíz de las heridas sufridas, relató estos hechos a Don Ramón López, guía de la comitiva que integrara Don Carlos Maldonado. Mal interpretó los acontecimientos y creyó que Doña Augusta, con placer, se había transformado en mujer del jefe indio. Así, mascullando rabia contagió ese sentimiento a todos. Nadie perdonaría semejante canallada y hasta Don Carlos fue segregado. Esto último destruyó sus planes de progreso económico y regresó prontamente al puerto de Buenos Aires.
Huyendo del fuerte con tan preciada carga, el jefe indio no advirtió la maniobra de Doña Augusta y al tomar, a toda carrera, un badén, en esos campos de la actual provincia de Buenos Aires, la mujer extrajo el puñal de entre sus ropas y pidiendo perdón al cielo lo hundió con todas sus fuerzas en el riñón derecho del hombre. Nadie advirtió que moría su jefe, la mujer aprovechó el momento para arrojarse del caballo.
Su vestido se confundió con los pastizales, y allí permaneció durante largas horas, dolorido su cuerpo por los golpes, dolorida su alma por sus compatriotas muertos o secuestrados y por haber matado a un hombre, aunque se tratara de un indio. Nadie volvió por ella. El rezo permanente y el descanso la reconfortaron. Al caer la noche el cielo estaba nublado y pensó en lo que su padre le había enseñado siendo niña: “Las nubes, hija mía, son el cobertor de los pobres”, quizá por eso no sentía tanto frío. Llegó hasta un gran ombú y cobijándose en su tronco pasó la noche.
Al amanecer escuchó un sonido que la puso en alerta, era una rara mezcla de rugido de animal salvaje y expresión de dolor, muy cerca de ella. Al dar la vuelta al árbol vio con sorpresa y no sin asustarse a una hembra de puma, de gran tamaño, que rugía mostrando los dientes. El enorme animal emitió un quejido y con un gesto de dolor se echó, dejando ver entre sus patas traseras a un cachorro tratando de nacer. Augusta se condolió y decidió ayudarle a pesar de no saber nada sobre animales, pero sí sabía acerca de mujeres y partos.
Las caricias prodigadas a la hembra felina, lograron la confianza del animal y permitieron que se relajara, los masajes en el vientre facilitaron el parto, que a pesar de esto duró unas horas. Nacieron dos robustos cachorros de puma que dejaron exhausta a la madre. Augusta veló el descanso del animal, acercó a los cachorros para que se alimentaran; al caer el sol se acomodaron los cuatro para prodigarse calor mutuamente y así poder pasar la noche.
El descanso nocturno dio nuevas fuerzas a la gran puma, que tomó sus cachorros y regresó a su territorio en busca de alimento, no sin antes despedirse con un ronroneo y pegando su cabeza a las piernas de la mujer. El animal daba a conocer su agradecimiento y una sonrisa dibujó el rostro maltratado de Doña Augusta.
Anduvo errante, en busca de comida y un techo donde cobijarse. Nada a la vista, solo la pampa. Luego de recorrer varias leguas, exhausta ya, divisó una pequeña granja. Se iluminó su rostro y prosiguió el camino.
Allí fue recibida con amabilidad, le dieron comida y un lugar donde descansar e higienizarse, luego, al restablecerse podría contar su historia. El pan, los huevos y la taza de leche caliente hicieron maravillas con Doña Augusta, quién no dejaba de agradecer al matrimonio García las atenciones que le prodigaran. El lecho le pareció maravilloso y descansó hasta la mañana siguiente. Se sentía realmente recuperada, así es que ayudó a sus anfitriones en las tareas de la granja y preparó unos pastelitos con dulce que fueron muy elogiados.
Pasó varios días en la granja hasta que decidió volver para buscar a su esposo y así recomponer su vida. Se alejó en un caballo que le prestaron, junto a un fusil, víveres y algunas municiones. Con la mano en alto se despidió de tan gentiles personas y desapareció en el horizonte rumbo al puerto.
Comenzaron nuevas desgracias para la joven mujer. La sospecha de que ahora era esposa de un jefe indígena corrió por toda la pampa, a tal punto de que algunas personas no tenían dudas al respecto y así ocurrió que “La Maldonado” pasó a ser una perseguida, sin saber ella nada al respecto.
Arribaba el sol a su cenit, el primer día de viaje, cuando a lo lejos la joven jinete divisó un grupo de tres hombres a caballo. Decidió que ellos podrían orientarla respecto al rumbo, además preguntaría por su esposo con la esperanza de tener buenas nuevas. Se acercó lo suficiente para que pudieran verla y con una mano en alto llamó su atención.
Los tres varones espolearon sus caballos y antes que ella pudiera darse cuenta fue rodeada por estos hombres que más parecían delincuentes que caballeros. A pesar del miedo que le inspiraron y al verse rodeada solo atinó a saludar, pero en cuanto abrió la boca fue reconocida.  Es La Maldonado - dijo uno de ellos - la que traicionó el fuerte Esperanza y se escapó con el jefe indio para casarse. ¡Hay que matarla y llevar su cabeza!Quiso replicar semejante acusación pero vio en los ojos de los hombres que sería inútil cualquier intento, ya que al reconocerla se abalanzaron de inmediato sobre ella.
Las espuelas de sus botas se clavaron en el vientre del caballo y éste reaccionó velozmente, rompiendo el cerco tendido por los jinetes. Huyó rápidamente y encaró sobre la hondonada que llevaba al arroyo, corrió paralelamente a la orilla aguas abajo. Mientras huía reflexionó respecto de lo que oyó y rápidamente comprendió su situación. Se dio cuenta que ya nada podría volver atrás lo que se pensaba de ella. El corazón se le estremeció. Las lágrimas invadieron su rostro, no podía ver. Pero aún estaba viva, sola, pero viva y no serían aquellos hombres los que le arrebaten la vida.
Aún a pesar de ser alcanzada por uno de los jinetes, aún a pesar de haber caído de su montura, aún después de haber golpeado brutalmente con el piso de tierra, persistía en ella el sentimiento de que sobreviviría.
Cuando las nuevas lágrimas lavaron el barro de sus ojos, vio aterrada cómo un puñal se dirigía hacia su garganta. Justo en ese instante las fauces de un animal salvaje destruían el cuello de su verdugo.
Al producirse el ataque del felino, los otros hombres comprendieron que sus vidas corrían peligro y dispararon las armas. El animal no huyó, solo quedó estático junto a la atemorizada mujer, sin dañarla, pero rugiendo y mostrando su poderosos dientes. Los jinetes, con movimientos casi imperceptibles, comenzaron a alejarse y al alcanzar una distancia prudencial pusieron pies en polvorosa.
La gran hembra de puma cerró sus fauces, se arrimó a la mujer y ronroneó pasando la cabeza por las piernas de su protegida. Doña Augusta comprendió de inmediato. Se irguió quejándose de los dolores y sin separarse de su actual compañera caminó hasta el arroyo. Mientras se lavaba el rostro divisó por el rabillo del ojo a dos robustos cachorros de puma que jugaban junto al agua.
Cuenta la leyenda que suele verse a una alta mujer, de aspecto español, con una gran cabellera negra, caminar por la pampa, acompañada de tres grandes pumas, que juega con ellos junto a un arroyo llamado Maldonado y que con sus artes mágicas logra que ningún cazador los mate.
El nombre del arroyo recuerda a los viajantes la triste historia de un joven hacendado español que murió de pena en el puerto de Buenos Aires.
La misteriosa mujer de los pumas jamás recibió la visita de ningún hombre, pues sus protectores no dejarían que ella sea atacada por verdaderos animales salvajes.


 Armando V. Favore