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martes, julio 18, 2006

El concejal

El concejal

7/6/04 – 1320 palabras
Detrás de sus clases de historia se escondía una gran investigadora. El departamento heredado de su abuelo se había transformado lentamente en un verdadero bunker de información, plagado con copias de documentos, fotografías, libros de próceres y cuanto elemento fuera capaz de reflejar algún aspecto de los tiempos ya vividos por la Patria. Apasionada por este rubro, sostenía que lo que hoy se escribe sobre los hechos trascendentes en la vida política y social formarán el futuro bagaje de conocimientos que le permitirán al país dejar de cometer los mismos errores que hoy..., por eso de que cada cual cuenta lo pasado de acuerdo a su conveniencia, gusto, placer o ignorancia.
Pretendía escribir la historia hoy. No quería que nadie más en el futuro se sintiera como ella: ajena a la realidad social en la que le toca vivir, idealizando el cómo sería sin saber el cómo fue y confundiéndose acerca del cómo es. Esto la enredó con el concejal.
Los grandes acontecimientos siempre son precedidos y construidos por pequeños hechos, lo cotidiano, lo de hoy. En eso trabajaba Clara Mariela Jiménez cuando tomó la punta de un ovillo y comenzó a seguir el hilo de los acontecimientos. Fue hilvanando, anudando, analizando hecho tras hecho y sacando conclusiones. Fue desenmascarando lo que frente a sí constituía una realidad imposible de disimular.
El desarmadero..., allí estaba la clave. Había crecido mucho en los últimos tiempos y no era el único instalado, sin darnos cuenta el Valle Central se transformó en sitio de comercialización de toda clase de repuestos usados para motos y autos. Rolando, el sacerdote amigo de la infancia corroboró las sospechas ya que conocía gente en la policía y era verdad: Aumentaron los robos y la cantidad de comercios habilitados por la Municipalidad de La Capital y de Valle Viejo superaban la media relacionada con la densidad poblacional, a la par de rendir buenos dividendos en forma de impuestos. También aumentaron los desconocidos, llegados de otras latitudes.
Todo sucedió despacio, mientras nos acostumbrábamos íbamos entrando en la vorágine y el remolino nos fue arrastrando lenta pero insistentemente, hasta introducirnos en un mundo de delincuencia a la vista. Y nosotros sin reaccionar. ¿Qué nos pasó?... Clara reconoció el problema mientras escribía la biografía del concejal. Al analizar los aspectos personales de Carlos Miguel Arréguez, fue descubriendo parte de su propia vida.
El hecho de compartir historias similares despertó en ella un sentimiento de simpatía que la impulsó a describir la vida de aquel hombre. Al avanzar en la búsqueda descubrió algunas cosas que no encajaban, como por ejemplo: el costoso traje que portaba a diario, o las visitas que pudo ver que recibía, o los viajes de dos o tres días a la provincias vecinas, el favoritismo que manifestaban tanto los intendentes como el jefe de policía y el voto en el consejo deliberante. Y como contrapartida lo sorprendió en el Cine ensayando; allí bailaba como alumno y según él "permite que descargue tensiones propias de la vida que llevo". No manifestaba claramente su lado oscuro.
Clara buscó una cita con Carlos, quería acercarse a ese, por ahora, enigmático personaje que destacaba con su altura y el ancho de los hombros, deseaba mirarle francamente a los ojos y decirle lo que ella sabía. Pero la pregunta fluyó insolente a través de sus labios incapaces de clausura, impotentes: "¿Por qué? ¿Qué motiva a un hombre, joven agradable como Ud. a colaborar en la destrucción del tejido social? No puede ser que la política en sí no le interese, que sólo vea en el sistema una forma de ganar dinero y traicionar a los demás. Ud. no puede exigir más a la sociedad que lo mantiene en ese puesto. ¿Quiere que le diga? No creo que sea el dinero, aquí hay otra cosa".
Estas palabras sorprendieron a Carlos, quién la observó brevemente con un gesto de sorpresa, luego de un hondo suspiro le respondió: "Mi estimada Jiménez, sin dudas algo de nuestras vidas debe unirnos, ya sea por circunstancias o desventuras, no importan los motivos. No se porqué, pero se ha ganado una confesión... Cuando era niño fui abandonado por la única persona que podría amarme, de quien dependía nada menos que mi vida, mis sentimientos, mi educación. Quien podría haberme mimado siquiera una vez me quitó de su vida, como quien se limpia de una suciedad. No me dijo nunca que yo era su niño bello. Nunca, escuche bien Clara, nunca me dio su pecho pródigo. Sólo he debido abastecerme de comida abrigo y cariño. No tengo madre, no tengo amor... ¡No tengo Patria!. Me miro permanentemente al espejo y siento que esa imagen es lo único que poseo. Debo amarme a mí mismo ya que de lo contrario moriría desvalido. Soy mi propia protección y a nadie protegeré. Y si quiere decirme que la Patria es la tierra que me vio nacer, desde ya le digo que vengo de una pequeña e insignificante isla del Delta del Paraná y llegué siendo niño a Catamarca. Sin madre y sin tierra... La Patria es la Madre, Clara, y si ella me traicionó... saque Ud. sus conclusiones.
El llanto en los ojos de Clara no se hizo esperar, le recordó su propio pasado y luego de mencionárselo a Carlos le dijo: "Arréguez, ya estamos grandes para seguir culpando al resto de lo que nos tocó sufrir. Deje de hacer esta vida, piense que alguien puede necesitar lo que a Ud. le faltó. Genere ese sentimiento, dése una oportunidad en la vida para amar Ud., sin esperar que lo amen; luego vendrá una mano cariñosa a recorrer sus mejillas sin pedir nada a cambio. Rebélese contra la inercia, está a tiempo. Reaccione Arréguez, quizá el perdón para su madre se halle cercano, perdónela y perdónese Ud."
Sin darse cuenta Clara apoyó su mano sobre la de Carlos y casi sin notarlo sus miradas se entrecruzaron en un rapto de pureza de corazón por parte de ambos. Sólo fue un instante en que la mirada de Carlos alentó el sentimiento de Clara; "todavía hay esperanzas", se dijo a sí misma.

El estampido le perforó el tímpano, resonó interiormente con toda la furia de la energía que acababa de liberar. Clara Mariela Jiménez, ensimismada en sus apuntes de historia con gesto instintivo llevó la mano para taparse el oído izquierdo y literalmente hizo saltar por el aire sus anteojos que cayeron debajo del pedal del acelerador. Alzó la vista para saber qué ocurría y a través del parabrisas de su auto distinguió borrosamente la silueta del concejal. Vio, como si fuera una proyección en cámara lenta cómo el hombre caía pesadamente sobre el asfalto de la Calle Rojas. Al intentar salir del automóvil una motocicleta de gran cilindrada rozó ferozmente la blanca puerta del Fiat. Se recogió y comenzó a temblar, venció el temor y corrió en auxilio del infortunado, mientras manoteaba el celular y marcaba 101. Mirando los verdes ojos del moreno rostro, tomó su mano derecha, quiso llevarle alguna palabra de consuelo diciéndole que ya viene la ambulancia y que todo va a estar bien y que si lo llevaban a terapia intensiva y que siendo una persona joven y con salud y si luego se cuidaba... cuando notó que la intervención de los médicos sería inútil. Justo allí donde él decía tener el dolor de cabeza permanente aparecía el perfecto y limpio orificio que le arrebatara la vida. Se sentó a su lado, lentamente y con dolor le cerró los párpados, como finalizando todos los capítulos de una vida que nunca podría ser parte de la suya. Elevó una plegaria y santificó al infortunado, aún a sabiendas de que él no aceptaba principios teológicos.
Una mujer vestida de verde la tomó del brazo invitándola a levantarse. La declaración como testigo se la tomaron en la 1°. Firmó luego de leer y con un pañuelo secó la última lágrima del relato.



Ó Armando V. Favore