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sábado, agosto 26, 2006

¡Gracias a los chicos!

¡Gracias a los chicos!



Enero de 1984, eran las 15 Hs y transcurría una bella jornada de Domingo, con Sol y un cielo totalmente despejado.
Decidí entonces que la conexión de los cables no podía esperar más, ya que resultaba incómodo encender el foco cada vez que uno ingresaba a la vivienda, teniendo que atravesar toda la sala; por otro lado el tipo de conexión estaba previsto en el diseño y yo me ganaba parte de la vida como electricista..., en fin no tenía excusas válidas y sí una necesidad.
Tomé mis herramientas (alicate, destornillador, cinta aisladora, pinza y cinta pasacables), desconecté la energía y comencé a desarmar los dos artefactos portalámparas que necesitaba, además de los dos interruptores.
Revisando las conexiones ya hechas y verificando que todos los cables tenían el mismo color, me costó trabajo saber cuál debía ser cortado, cuál añadido y a cuál agregarle un nuevo cable conductor. Esto me obligó a conectar y desconectar en varias oportunidades la energía y no teniendo ningún elemento que me avise cuándo había corriente, no advertí que iba directo a meter mis dedos en una caja de tomacorrientes que tenía, allí esperándome, nada menos que a 220 Voltios.
Esa tarde apacible del Gran Buenos Aires, tranquila y sin viento, de calor... mis cinco hijos (¡Los chicos!) se hallaban jugando en el parque de la casa, mi esposa Margarita (por ese entonces la llamábamos Beba) decidió tomar una ducha y yo comencé la tarea que les refiero; mientras mi vecino Juan Carlos, dos años mayor que yo, realizaba un trabajo en su hogar, alambrado por medio.
Nacido en 1956, pensé que ese sería mi último año en esta tierra, de no haber sido por... ¡Los chicos!.
Así es que con la energía conectada e ignorante de ello me dirigí directamente a ese tomacorrientes que me aguardaba con sus 220 voltios, rebosantes de salud y dispuestos a atravesar mi cuerpo..... Brrrr... Brrrr..., su sólo recuerdo aún me hace temblar.
Destapé la caja del tomacorrientes, lo hice a un lado e introduje mi dedo meñique derecho a fin de retirar unas basuritas que suelen acumularse en estos lugares , todo absolutamente normal hasta que, por no estar prevenido, toco con la parte media del dedo, del lado de la palma, el tornillo del tomacorrientes que tenía conectado el polo vivo. Me encontraba arrodillado, con pantalones cortos y hojotas, es decir sin aislación... y allí fueron los 220.
Sabido es que la corriente eléctrica provoca la contracción muscular, por lo que siempre se recomienda tocar los artefactos eléctricos con el dorso de la mano, pues así no podrá contraerse y asirse al elemento con energía.
Anteriormente he recibido varias descargas eléctricas, pero siempre daba un tirón y me desconectaba; cuando ocurría esto decía: ya se va, ya se va y agitando la mano lograba zafar. Pero en esta oportunidad las cosas no fueron así, yo decía: ya se va, ya se va y no se iba. Deduje entonces que si no lograba desconectarme iba a morir allí y, lejos estuve de preocuparme por mi vida en sí, no tenía ningún temor, sólo atiné a pensar en que los chicos quedarían sin padre y por ende...
En ese magno momento solo vi la necesidad de que a ellos no les falte un padre y pensé: ¡Y los Chicos!. Obviamente la situación no era del tipo poética precisamente, sino que debía resolverse de inmediato, así que instintivamente giré sobre el pie derecho y me impulsé hacia delante, cargando con mis entonces ochenta y tantos kilos sobre el dedo mayor del pié derecho, y logré, no desconectarme, sino arrancar los cables y parte de la cañería (tal era la contracción muscular), dando fin a la situación.
La nota de humor en todo esto estuvo dada por que en el momento difícil, instintivamente emití un grito que Margarita jamás olvidará (según sus dichos) y que obviamente oyó desde la ducha, tras lo cual salió tal cual Dios la trajo al mundo. No fue la única en escuchar el grito, también lo hizo Juan Carlos, mi vecino, quien abandonó de inmediato lo que estaba haciendo y corrió los 40m de alambrado que nos separaban. Mientras yo me reponía, arrodillado en el piso le grité a mi esposa: ¡Beba... metete al baño que viene Juan Carlos!
Cada vez que recuerdo lo vivido en esa oportunidad, pienso que fueron mis hijos los que me salvaron... ¡Los Chicos!