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martes, julio 25, 2006

La Santa inqusición

Giordano Bruno comenzó a temblar, su visión se nubló y un ligero mareo lo desestabilizó, quitó la vista del lente y tomó asiento. Aun dentro de su confusión buscó el cuaderno marrón y mojando ligeramente la punta de un desgastado lápiz escribió, cerrando una serie de anotaciones: “Hay vida en otros mundos”. Acto seguido guardó el cuaderno en una caja de cuero y la ocultó debajo de un piso falso hecho de piedra. Ahora comenzaba la etapa más difícil, nada sería convencer y demostrar su descubrimiento ante otros filósofos y estudiosos, lo complicado vendría de la mano de las autoridades.
“¿Cómo legar esto para las generaciones futuras?”, se preguntaba a la vez que analizaba; todo estaría teñido de las implicancias socio-políticas del momento, destruirían sin más su obra con tal de no alterar el orden actual de las cosas, de no tener que rehacer las teorías vigentes y revertir dogmas, que a decir verdad, promueven la convivencia social dentro de ciertos parámetros. Muchos misterios para el hombre común que lo tienen atemorizado, amordazado, paralizado y a la vez conforme.
Se decía a sí mismo: “No seré víctima del temor, la humanidad necesita algo más que un cobarde. Sé que me acusarán de hereje, dirán que me ha inspirado el demonio, que el fuego será la única forma de salvar mi alma y evitar contagiar al resto de los fieles, salvo que públicamente admita haber cometido un error”.
La visita de los inquisidores no se hizo esperar, por algún medio supieron de su tarea y la comitiva viajó hasta la puerta de su casa para entrevistarle. El falso juicio se basó en la prácticamente nula instrucción de los asistentes, quienes asentían una y otra vez ante las acusaciones y justificaciones que los letrados argüían.
Sin embargo había algo que perturbaba el espíritu de Giordano, más que la posibilidad de morir en la hoguera, o el hecho de que la inquisición destruyera todo vestigio de sus trabajos; era la veracidad en sí misma de su descubrimiento. Fue allí precisamente, en la empalizada rodeada de leños donde concibió la verdad última, donde finalizó su verdadera búsqueda. Sintió la satisfacción de todo investigador frente al hecho ineludible de ver confirmadas sus sospechas, avaladas sus teorías. Sintió también el dolor y la impotencia de no tener ya la oportunidad de despertar otros espíritus al saber, que hoy se ve confirmado por la presencia de su verdugo.
Con la antorcha en la mano y una oscura caperuza tapándole la cabeza, se muestra ante Giordano, con ojos imperturbables, Tomás de Torquemada, quien haciéndose conocer, le susurra:
¾ Por supuesto que tiene razón Giordano. Como ve, no he muerto en 1498, pero Ud. si morirá ahora en 1600. Nuestra vida es mucho más larga que la de ustedes y no nos estamos quietos.
¾ Si nos dejaran vivir más averiguaríamos la verdad.
¾ Y podrían llegar a creer que este mundo les pertenece. Son útiles así, envejeciendo y muriendo a temprana edad, por eso los incitamos a la reproducción, siempre habrá grandes dosis de energía para nuestras necesidades y suficiente ignorancia para mantener el dominio.
La antorcha encendida cayó prácticamente a los pies de Giordano Bruno. El piso falso de piedra fue levantado y los manuscritos arrojados al infierno de las llamas que consumían a su autor.


Ó Armando V. Favore