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sábado, agosto 26, 2006

Preso político

Preso político

- ¡Vamos, mocoso! ¡Roberto Reales!, !Vamos te digo, carajo!. ¡Apurate que te venís con nosotros, mier... , te vamos a enseñar a hacerte el zurdito!. ¿A ver cómo te queda ésta?
Allí fue como comenzó la odisea de Roberto, con un culatazo de Itaca en la cara. No alcanzó a poner la mano en esta primera herida de guerra, que el empujón que le dieron para que se mueva lo arrojó al piso. Estaba entre dormido y dolorido, trastabilló y cayó sobre sus padres que se hallaban en el piso, doña Clara tratando de aliviar a su esposo Cándido Reales luego de que recibiera una trompada de estos atacantes que vestían uniforme verde, casco y armas propias del ejército, los mismos que patearon la puerta de entrada cuando eran las 2 de la mañana de esa cálida noche de domingo.
- ¿Qué van a hacer con Roberto? Gritó la señora. ¿A dónde lo llevan? ¿Quiénes son ustedes? ¿Son policías, son gendarmes?. A no, ya veo, son militares del ejército. ¡Quiero ir con ustedes, no quiero que lleven a mi hijo, yo voy a hablar con sus superiores y aclararemos las cosas! ¡Tengo derecho a saber dónde lo llevan y por qué! ¡Denme sus nombres y rango, dónde se desempeñan y quiénes son sus superiores! ¡Exijo una explicación! ¡No se lleven a mi hijo!
Fueron las últimas palabras que pronunció Clara, desde la vereda de su casa, inútilmente proferidas al aire que quedaba detrás del Falcon Verde que partió ráudamente, como escapando ante un hecho del que nadie jamás podría sentir satisfacción. Como escapando de un hecho delictivo, de la escena del crimen.
Crimen sí, pues debemos añadir más dolor a Clara. Al ingresar nuevamente a la casa recordó que su esposo se hallaba tirado en el comedor y corrió a verlo. Ya estás descansando, pensó interiormente. Vio que Cándido alcanzó a cerrar los ojos y podían verse sus manos juntas como rezando, como pidiéndole a Dios por ese hijo, su segundo hijo, de apenas 19 años.
El médico dio las condolencias a Clara, le informó que Cándido falleció de un ataque cardíaco y que iba a hacer lo posible por averiguar algo acerca de Roberto, se despidió sin esperar respuesta de Clara, ya que su mutismo era ostensible.
Nunca volvió a hablar, pero siempre quiso saber qué había ocurrido con su hijo, por lo cual se dirigía por notas a todas las autoridades que podía, hasta le envió una emotiva carta al Presidente, pero ni aún ésta le fue respondida. Los pedidos de Habeas Corpus nunca dieron resultado, ni la Iglesia con sus curas y obispos la pudieron ayudar. Nadie sabía dónde se podía encontrar Roberto Reales.
El médico que atendió a su esposo, era amigo de la familia y logró algunos contactos que le permitieron averiguar que a Roberto lo habían llevado a una especie de campo de concentración, que había sido torturado para que “vendiera” a otros “colegas” de extracción política y que no soltó palabra nunca, pues no tenía nada para decirles, no sabía nada.
La tortura de Roberto no solo fue física, sino también psicológica. Le hablaron pestes de su novia, le dijeron que sus padres habían muerto odiándolo por el disgusto de que él perteneciera a los subversivos y tantas barbaridades más que lograron afectar su psiquis, a tal punto que ya no coordinaba ni sus reacciones, ni sus movimientos, mucho menos sus pensamientos.
Roberto no entendía nada, pero la falta de visitas de su gente querida, a ese lugar de detención, le confirmaron lo que escuchó por ahí, es decir en la celda de al lado, y es que él Roberto Reales era un preso político.
El médico siguió apelando a sus contactos para estar al tanto del paradero de Roberto. Un día cualquiera le informaron:
- Parece que hubo un intento de fuga y los milicos mataron a todos.
Esta noticia hizo perder las esperanzas a los allegados a Roberto, sólo quedaba cambiar las oraciones, ahora por su eterno descanso.
El día anterior al del intento de fuga, Roberto fue trasladado a otro centro de detención, para usarlo como ejemplo de lo que pasa cuando no quieren hablar, y como involuntariamente “colaboraba” en la causa militar, empezaron a tratarlo más decentemente. Al menos ya no lo torturaban.
Sus captores pensaron que se había vuelto loco, le dieron de comer un poco más y lo liberaron, en algún lugar de su cuidad, cerca de la Iglesia de San Cayetano abrieron la puerta del Falcon, lo hicieron bajar, le pusieron un sándwich en la mano y le dijeron chau.
Roberto ya no recordaba su nombre, sólo que era un preso político, que sus padres habían muerto odiándolo y que él no había hecho nada, nada, pero era un preso político.
Una niña de unos 11años se le acercó y le preguntó como se llamaba, él respondió: preso político. Al parecer la niña no entendió, pero en un acto de caridad ante un desvalido, propio de un alma inocente, le tomó la mano y lo llevó hasta la parroquia. El sacerdote lo recibió con un poco de desconfianza, pero no podía negarle su ayuda. También le preguntó el nombre, la respuesta fue la misma que le diera a la niña.
Dos años estuvo Roberto ayudando en la parroquia de San Cayetano, realizando tareas de limpieza y mantenimiento, a cambio de casa y comida. El sacerdote decidió ponerle por nombre Juan, recordando a su Apóstol preferido. Así el nuevo Juan empezó a hacerse querer por la comunidad parroquial. Lo trataban bien, lo querían, tenía abrigo y pan. Como si la sociedad quisiera ahora recompensar tanto daño, quizá en un intento por restaurar el Equilibrio Universal.
Clara, aunque no hablaba, recibía todo el cariño y la comprensión de sus vecinos. La acompañaban sobre todo los Domingos a la tarde, esa parte de la semana que se pone particularmente triste.
Doña Soledad, una viuda vecina de Clara, la invitó a ir a rezarle a San Cayetano, ya que su hijo no andaba bien en el trabajo y quería ayudarlo. Tomaron el colectivo y llegaron a la Iglesia, unos minutos antes de comenzar la misa. Doña Soledad fue a hablar con el sacerdote, pues se quería confesar. Clara se ubicó en un banco cerca del altar sobre el ala derecha, justo el lugar que solía ocupar Roberto, ahora Juan.
Y el destino volvió a unir esas dos almas, Roberto-Juan se ubicó al lado de Clara, la miró sin reconocerla y le sonrió como a todas las personas que asistían a la iglesia. A Clara el corazón le dio un vuelco, un nudo en su garganta no le permitía respirar, reconoció en esta persona a su querido Roberto, no daba crédito a sus ojos, pero sí a su corazón de madre. Le dio un tirón a las ropas de su compañera, para llamar su atención pero ésta no alcanzó a entender lo que quería decirle. Soledad miró a Juan, le sonrió y siguió atendiendo al Evangelio que leía el sacerdote.
A Juan le pareció cara conocida la de esa particularmente simpática señora, aunque no la había visto nunca por allí, en estos dos años. Sus miradas se volvieron a cruzar y se sonrieron otra vez.
Clara, con lágrimas en los ojos no podía creer este milagro. Entre el nudo en la garganta y el llanto a flor de ojos, pensaba en el beso que se darían, en el abrazo. Trató de recuperar la calma, y luego de más de tres años de mutismo Clara articuló sus primeras palabras:
- Roberto ¿Sos vos?
Roberto – Juan se sorprendió al principio, pero al escuchar la voz que desde niño le cantara el arrorró, se disparó dentro de su mente la memoria, que acudía presurosa, a recordarle su verdadero nombre. Roberto le respondió que sí con la cabeza.
Ambos no sabían qué hacer, si abrazarse, besarse, querían secar sus lágrimas que salían a borbotones, no podían ver. Clara exclamó ¡Roberto, hijo mío! y él respondió fuertemente ¡Mamá!.
En ese momento, el sacerdote observó la escena, sonrió con satisfacción e invitó a todos los fieles a darse fraternalmente la Paz.
Clara abrazó a su hijo y le dijo al oído, con una voz dulce y transparente:
- Que la Paz sea contigo hijo mío.
Roberto respondió:
- Que la Paz sea contigo Mamá.