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sábado, agosto 26, 2006

Nubes amarillas

Nubes amarillas

Alicia se levantó tempranito, para ir al trabajo. Abrió los ojos y vio la ventana cerrada. Se preguntó: “¿Qué hora es?. ¿Dónde está el reloj?”. Luego, parada en medio de su habitación de soltera, llevándose la mano a la cara, y como quitando algo de los ojos, reflexionó: “Pero si hoy es Domingo, no tengo que salir, menos mal”.
De todas formas, antes de reunirse con su cama de plaza y media y después de pasar por el baño, abrió la ventana, aún estaba oscuro. Se felicitó a sí misma pues ahora podría dormir más luego de despertarse. Total el Sol no entra directo por esa ventana, dicho lo cual volvió a las Tierras de Morfeo(16).
Fue allí precisamente donde soñó con un caballero muy atento, educado y galante que la cortejaba. Dicho personaje logró enamorarla con sus actitudes y hasta le propuso matrimonio. Siempre dijo que ella era la mujer ideal para formar una familia y que su clara intención era la de hablar con sus padres a fin de pedir su mano.
Ella aceptó y se comprometieron fijando fecha para el casamiento, que ocurriría, según nuestro héroe, “cuando las nubes que estén justo sobre nosotros tengan un color amarillo, que sean nubes amarillas. Este detalle revelará que nuestra vida matrimonial será venturosa”.
La claridad penetró en la habitación de Alicia y logró despertarla con suavidad. Ella estaba todavía soñando con su caballero, con su vestido de bodas, mirando al cielo y viendo como tres nubes amarillas los cobijaban.
Terminó de despertarse, remoloneó un poco en la cama y por fin se levantó. Puso los pies en tierra y recuperó el sentido de la realidad, de esa que le tocaba vivir: Soltera aún, pasados ya los treinta y a pesar de que no se consideraba la más fea, no había logrado formar una pareja estable. A veces se preguntaba si no era demasiado idealista con respecto a los hombres, pero la verdad es que le había tocado cada uno... que mejor perderlos que encontrarlos.
Ninguno había sido tan galán como ella prefería. Solo en los sueños existen, se decía y lo confirmaba con lo ocurrido esa mañana. De todas maneras, el sabor de que algo bueno le pasó, aunque sea en el sueño, lo quería conservar. Decidió salir a pasear por el parque de la otra calle y se puso ropa de gimnasia.
Ató su rubia, lacia y larga cabellera, formando la conocida “cola de caballo” con una cinta verde, que ocasionalmente hacía juego con el color de sus grandes ojos, redondos al igual que su rostro, de cutis dorado, nariz pequeña, labios finos y delicados, ubicados sobre un pequeño mentón bien definido. Las facciones eran armoniosas declarando a una bella mujer.
Su estilizado cuerpo se estiró como desperezándose. Comenzó a dar unos saltitos con sus zapatillas blancas, a modo de precalentamiento, tomó las llaves, salió de la casa, cerró y se fue trotando rumbo al parque.
Alberto había decidido salir esa mañana, ya llevaba varios días de encierro obligado dibujando planos de un edificio y calculando las estructuras y los presupuestos, pero ya no daba más. Quería, necesitaba un poco de aire.
Desde que falleció su madre se sintió sin motivo para continuar, como sin rumbo. Decidió dedicarse de lleno al trabajo, que en un principio lo ayudó a sobrellevar el duelo. Sintió mucho que ella fuera a reunirse con su padre, después de casi 10 años, ya que siendo único hijo pasó a ser todo para su madre y ella para él. Treinta y cuatro años cumplió tres días antes de la muerte de la autora de sus días, la que padeció una larga y a su criterio injusta agonía. En fin, dijo para sí, como resignándose a su suerte.
Alberto se hallaba sentado en un banco del parque cuando vio acercarse un figura femenina que destacaba del paisaje no solo porque estaba en movimiento sino porque irradiaba algo inexplicable, definido por él como encanto femenino, que iba más allá de la belleza exterior, era la interior que se expresaba a través de la figura angelical de Alicia. Tal era la opinión de Alberto, quién lamentó que sus ropas no fueran las apropiadas para acompañarla en el trote. Pero no podía dejarla pasar sin tratar de atraer su atención.
Se sintió incómodo por estar sentado, así es que cuando vio que ella se acercaba se puso de pie y con las manos trataba de quitarse las arrugas del pantalón y se acomodó un poco la camisa. Luego, al pasar la mano derecha por la cara recordó que no se había afeitado, como era Domingo...
Alicia no tenía novio pero algo de hombres entendía y haciéndose la distraída vio con agrado la preocupación de aquel buen mozo por estar arreglado al acercarse ella, gesto que además la halagó.
Pudo observar algunas características de aquel hombre que le atraía, como por ejemplo su altura, debía pasar con facilidad el metro ochenta y cinco y su cabello castaño oscuro. “Es corpulento, mejor no lo miro más, a ver si piensa mal”, pensó. Así es que dio vuelta la cabeza observando unos árboles que apenas se agitaban con la brisa reinante y con la mano derecha se pasó una pequeña toalla por la frente, lamentando no haber traído algo para refrescarse.
A esa hora de la mañana el sol se hacía sentir. Alberto observó con sus grandes ojos color café y sin pestañear el paso de Alicia, la vio secarse con la toalla y detectó el movimiento involuntario de ella para mirarlo, justo cuando pasaba frente a él. El impacto fue inevitable, Alberto y Alicia dejaron ver sus sonrisas y él con gesto galante se agachó simulando dejarla pasar. Esto le hizo gracia y se sintió aún más halagada.
“¿Qué puedo hacer?” se preguntó Alberto, entonces corrió hasta el quiosco del parque y revolviendo con premura sus bolsillos, sacó unas monedas y compró un botella pequeña de agua mineral, con la intención de ofrecérsela a tan bella y agradable dama. Solo esperaba que pase cerca suyo nuevamente.
Alicia quería dar otra vuelta, no tanto por el ejercicio en sí, como por ver si el caballero que le sonriera seguía allí. Lo que le gustó a ella es el gesto de bondad presente en ese rostro de cutis trigueño. De inmediato reparó en que el cielo estaba parcialmente nublado y prestó especial atención a tres nubes en particular. Detuvo su trote, miró primero sus pies y luego las nubes. Se asombró al ver esas nubes de color amarillo, recordó su sueño y experimentó una sensación de que algo agradable pasaría. Reanudó el trote como sintiéndose con más seguridad, pensó en ese caballero, en el del sueño y en que él la dejara pasar con una reverencia. Sonrió y pidió que el verdadero no se haya marchado. “Dios dirá”, fueron sus palabras.
Alberto la vio llegar nuevamente y escondió la botella detrás suyo, con la mano izquierda y cuando ensayaba una nueva reverencia los dos se miraron y comenzaron a reír. Alicia detuvo su marcha, Alberto le alargó la botella escondida y con un gesto de complicidad le dijo: “Bella princesa, mi nombre es Alberto”. Ella, aún riendo estiró su diestra y con voz grave le dijo: “Galante caballero, mi nombre es Alicia”.
Sin mediar una razón, los dos, unidos aún por el saludo miraron al cielo y vieron las tres nubes amarillas, casi sobre ellos. Alicia guardó para sí una sonrisa.
El casamiento se hizo al aire libre, cerca del mediodía y volvieron las tres nubes amarillas. Se ubicaron en esta oportunidad exactamente sobre los novios, como en el sueño. Ambos las miraron y dieron el sí.
Alicia le contó su sueño a Alberto durante la luna de miel que hicieron con motivo de sus bodas de plata, recién cuando ella consideró que su sueño se había realmente cumplido.