Catamarca letras

sábado, septiembre 02, 2006

LA PÉRDIDA

Bonn, 1770. La música inspiraba los espíritus más inquietos. Un hijo más nacía entre cuatro de sus paredes. El cuarto de una familia común recibió su primer llanto, igual al que recibiría su último suspiro 57 años después en Viena.
Hizo sus primeros pasos en el pentagrama, al que comprendió espontáneamente, como quien tiene ya aprendida una lección de antemano, siendo aún un niño. Decían en la ciudad que venía de una vida anterior a completar una inconclusa tarea. Nunca se sabrá la verdad.
Lo que sí se supo fue que con el correr de los años su profesionalidad se manifestaba espléndidamente. Las interpretaciones que realizara en el piano lograban ser un atractivo para la sociedad, especialmente la femenina y más aún la joven. Esto exigía que sus veladas interpretativas se prolonguen hasta altas horas de la madrugada.
Por aquel entonces ya participaba de conciertos acompañando a Wolfgang. “Un amigo con algunos añitos encima” – decía él – y que le enseñara verdaderos secretitos en esas largas madrugadas de piano, mujeres y licor.
Fue precisamente a la salida de una taberna, en la que solían encontrarse, que ciertos jóvenes alcoholizados molestaban a unas muchachas de vestidos escotados y faldas recogidas. La pelea fue violenta, haciendo honor al espíritu de nuestro héroe y a la juventud de ambos, defensores de pobres y desvalidos.
Wolfgang vio aparecer un cinturón con una gran hebilla de bronce surcando el neblinoso aire y que fuera a parar, en reiteradas oportunidades, sobre la cabeza de su amigo, produciéndole diversas heridas y sendos moretones sobre sus orejas. El silbato policial puso fin a la reyerta. Todos huyeron.
25 años no es nada, se dijo a sí mismo sonriendo, el cuerpo soporta, mientras suponía que las mujeres escandalosas agradecían el gesto.
Luego, con nostalgia en el rostro dijo: 25 años..., falta mucho por aprender. Falta mucho por componer...
Sentado en un sillón vienés, en el ir y venir dibuja sobre el pentagrama, ora una negra, ora una corchea, tararea. Descubre que en su mente caben todas las notas musicales, que cada menos necesita acudir al piano a escuchar la belleza escondida en esas notas formando una combinación majestuosa.
Escucha con su mente, pero aún se resiste y vuelve al piano “a ver como queda”, pero no le agrada, “no suena bien”, se repite una y otra vez, “queda mejor cuando lo oigo dentro mío”.
Un día notó que los sonidos de la calle no eran iguales, como si algo hubiera cambiado. Salió y escuchó a los niños gritar, pero como a la distancia. Un carruaje casi lo atropella y vio el gesto de reniego de su conductor, pero no escuchó el insulto que seguramente le profirió.
Comenzó a sospechar, visitó a un médico amigo que le diagnosticó una pérdida considerable de su capacidad auditiva. Leyó en los labios del galeno las cruentas palabras. La pesadumbre se apoderó de él a pesar de saber que su mal tendría un avance paulatino, suave, pero avance al fin. La sordera iría in crescendo y finalmente no podría escuchar sus obras.
A modo de consuelo, aunque con veracidad pensó que los instrumentos no eran tan fieles reproductores como su mente de los sones que era capaz de componer. Esto último le provocó una débil sonrisa.
Consultó con cuanto médico se le cruzara, incluso viajó de ciudad en ciudad tratando de recuperar su oído y sobre todo su cordura, que parecía por momentos perdida entre tantos arrebatos de esta búsqueda que consideraba inútil. Inútil fue la palabra terrible, inútil su búsqueda, inútil se sentiría para poder componer e interpretar sus obras. Inútil, inútil.
¡No! ¡No! se escuchaba una y otra vez. ¡No! Yo soy más que una sordera, podré componer y escuchar con mi fuego interno. ¡Soy más que una sordera!. ¡Soy Ludwig Van Beethoven!.